La joven secretaria terminó su día de trabajo. Se frotó los ojos,
cansada de escribir todo el día. Cerró su máquina de escribir y ordenó
sus papeles. Eran las cinco en punto de la tarde.
Se levantó de su silla, recogió sus pertenencias personales y se
dirigió hacia la calle. Era sólo una más de las miles de secretarias
comerciales que se ganaban la vida en Caracas, Venezuela.
Pero al día siguiente, Olimpia Peña, secretaria de veintisiete
años de edad, que trabajaba para la compañía Volkswagen de Venezuela,
era una mujer muy diferente. Ahora era dueña de noventa y tres millones
de dólares. ¿Qué milagro se había producido? Uno muy sencillo. Había
leído el testamento que dejó su jefe Guido Steinvorth, presidente de la
compañía, quien le daba en herencia esa fabulosa suma de dinero.
¡Qué sorpresa más agradable es recibir una buena herencia! Sobre
todo cuando esa herencia es del porte de noventa y tres millones de
moneda fuerte, totalmente inesperada. En casos así uno cree estar
soñando, viviendo una fantasía de telenovela o un cuento de hadas.
¿Qué permitió que Olimpia Peña pasara instantáneamente de ser una
secretaria excelente con un buen salario, a ser una de las mujeres más
ricas del país? Sencillamente, un capital suficiente para pagar tal
herencia; la defunción de un benefactor, y un testamento legal,
debidamente firmado. Más el nombre del heredero, por supuesto, y la
firma del testamentario.
Con todos esos elementos en regla, ningún tribunal puede negarle
la herencia al heredero. Olimpia era dueña absoluta de todos esos
millones. Pagados los impuestos necesarios y la comisión al abogado,
todo lo demás sería suyo, perfectamente suyo, hasta el día de su
muerte.
Lo mismo sucede con la herencia de la vida eterna, la herencia
más grande que podemos recibir. No todos podremos heredar de golpe
noventa y tres millones de dólares, pero todos podemos recibir esa otra
herencia súper fabulosa. Es una herencia que la Biblia llama
«indestructible, incontaminada e inmarchitable», que está reservada en
el cielo para nosotros (1 Pedro 1:4).
La garantía de pago de esa herencia es la absoluta suficiencia de
Dios, un testamento legal, un testador que murió legalmente y una
firma perfectamente autorizada, la de Jesucristo. Basta con que nosotros
—cada uno de nosotros— agreguemos nuestro nombre, para que la herencia
sea nuestra
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