En casa suelo jugar con mis hijas el juego de encontrar el objeto. Tomo algo pequeño, un dado, una canica,
u otra cosa que quepa fácilmente dentro de una mano, sin que sea
notorio que está allí. Cruzo detrás de mi espalda las manos y paso el
objeto de una mano a la otra, o finjo que lo hago. Luego, imitando a un
prestidigitador experto, extiendo hacia adelante ambas manos cerradas,
con los nudillos hacia arriba. Mis hijas tienen que elegir en qué mano
está el objeto. Si aciertan ganan, si equivocan la mano, pierden. Tienen
un cincuenta por ciento de fracasar y otro tanto de alcanzar el objetivo. Aunque es un juego
divertido e inofensivo a veces el aire se puede cortar del nerviosismo.
Las reacciones en el proceso de elegir suelen ser diversas, desde la
euforia hasta la interminable vacilación para decidir. Elegir puede ser
muy duro, aún en un juego de familia.
Pienso en estos episodios de ocio familiar que tenemos con frecuencia en casa y percibo en ellos una metáfora de la cotidianidad, solo que con menos risas y más frustración. Es cierto que el día a día no es tan fortuito como el juego de encontrar el objeto. En la mayoría de los casos tengo más pistas para elegir. No obstante, me preocupa no acertar,
me obsesiona no estar a la altura. Enfrento un problema mayor que la
mera elección y es la actitud ante esa elección. El miedo te puede
paralizar para elegir, la ansiedad te puede precipitar a elegir, la
incredulidad te puede limitar a elegir, la envidia te puede hacer elegir
aquello que no necesitas y así cada actitud negativa me condiciona a
una elección equivocada.
He dejado
de preocuparme demasiado por el final y he empezado a enfocarme más en
el proceso. Mis actitudes deben ser tratadas con antelación si deseo una
elección apropiada. Esa llamada recibida en un horario
que deseaba solo para mi ¿debo atenderla o no? Siempre será mi
elección, pero debo elegir reaccionar bien sea que responda o que no.
Puedo no responder, pero a la vez quedarme enojado porque me han llamado
del trabajo en mi día de descanso. Ejercí mi libre albedrío, pero el
malestar se quedó allí, como huésped indeseable. Elegí y estoy
satisfecho con mi elección, pero incómodo con mi actitud. No disfrutamos
de nuestras decisiones porque la acompañamos de malas actitudes.
Mientras escribía este artículo mi
esposa me llamó de la iglesia por una emergencia que a juzgar por su voz
era de proporciones cósmicas. Algún tipo de meteorito debe haber caído
en nuestro templo, me dije. Me comentó que mientras dos hermanas y ella
movían una estantería de la iglesia para limpiarla, un concertado
ejército de cucarachas amenazó sus vidas al punto de necesitar ayuda
extra, así que creyó que yo era el más indicado para ayudarlas ya que
nuestra casa está a una calle de la iglesia. Quisiera decirles que elegí
ir hasta nuestro edificio con una sonrisa de anuncio de pasta dental.
Quisiera contarles que por un momento pensé en el favor que le hacía a
la humanidad eliminando aquella plaga temeraria, pero he de ser honesto
con ustedes. Decidí ir de mala gana, me molestó dejar este artículo a
medias por unas cucarachas indeseables y perdí de vista una vez más la
importancia de mis actitudes. Mientras avanzaba por la calle hacia la
puerta del templo me di cuenta de cuan
torpe era, enmendé mi actitud y cambié mi semblante. Lo demás es
historia. Maté cuatro cucarachas con el heroísmo de un súper héroe
(confieso que tuve la ayuda de un buen amigo que llegó en medio de la
lucha y pudo matar a una). Recibimos vítores y elogios, el mundo estaba a
salvo una vez más y yo aprendí la lección.
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