Estaban muertos de frío, así que se presentaron ante los dioses para
suplicarles que les dieran fuego. Los dioses les dieron el fuego
anhelado después de exigir que les rindieran culto, pero luego les
hicieron una mala jugada: hicieron caso omiso de sus danzas de alegría y
sus cánticos de gratitud, y al rato cayó un aguacero con granizo, de
modo que se volvieron a extinguir las hogueras de los pobres indios.
Cuando ya de tanto temblar y de tiritar no podían soportar más el
frío ni la helada, volvieron a rogarles a los dioses que se apiadaran
de ellos y les dieran siquiera un poco de fuego. Pero esta vez los
dioses les exigieron sacrificios humanos, es decir, que a las víctimas
les abrieran el pecho con un puñal y les ofrendaran el corazón. Sólo
así llegarían a merecer el ansiado fuego.
Dicen que los quichés accedieron y sacrificaron a sus prisioneros
y, mediante la sangre de éstos, se salvaron del frío espantoso. En
cambio, los cakchiqueles no sucumbieron ante la exigencia de los
dioses. A estos primos de los quichés, que eran también herederos de
los mayas, les pareció un precio demasiado alto que pagar. Los
valerosos cakchiqueles se acercaron en completo silencio a la hoguera
de los quichés, pasaron imperceptiblemente por el humo y se robaron el
fuego, y luego fueron y lo escondieron en las cuevas de sus montañas.
Esas impresionantes escenas del Popol Vuh, es decir, de
las antiguas historias del Quiché, forman parte de lo que se ha
considerado el mayor testimonio ancestral de los guatemaltecos. En
ellas sentimos no sólo el frío que a aquellos indígenas les calaba
hasta los huesos, sino también el que les invadía el corazón, órgano
vital que sus dioses les exigían a cambio de un poco de fuego. ¿Sería
que sus dioses carecían de corazón ellos mismos, y que procuraban
saciarse de corazones humanos para suplir esa falta?
Lo cierto es que lo que más les hacía falta a los quichés no era
fuego sino conocer al único Dios verdadero. De haberlo conocido,
hubieran sabido que Él ya había procedido de un modo diametralmente
opuesto a esos dioses falsos. A diferencia de éstos, el Dios de la
Biblia nos amó tanto que, en lugar de exigir sacrificios humanos de
parte nuestra, Él mismo se sacrificó en nuestro lugar.
Cuando nos estábamos muriendo de frío espiritual por falta del calor
de su presencia, Dios estableció un requisito para que pudiéramos
recibir el perdón de pecados que nos separaban de Él. Pero no exigió el
derramamiento de sangre nuestra mediante la entrega de nuestro corazón
físico a Él, sino el derramamiento de la sangre de su Hijo, que se hizo hombre y nos entregó su corazón al morir por nosotros.
Así que Dios no espera que hagamos nada para merecer el fuego de
su presencia en nuestra vida. No es posible, porque Él ya lo hizo todo.
5 Pero sí espera que nos apropiemos de
ese fuego entregándole nuestro corazón, no de modo físico sino
espiritual, y no por obligación sino de buena voluntad, pues es allí
donde Él quiere que arda su presencia
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