La batalla rugía con todo su furor. Los soldados avanzaban contra el
enemigo. Al ponerse el sol, la oscuridad los obligó a descansar hasta
el día siguiente. Era peligroso tratar de ganar más territorio de
noche, así que el comandante de la tropa ordenó que todos cavaran una
trinchera. Cuando ya los demás habían terminado, quedó un solo soldado
que seguía cavando cada vez más hondo.
El comandante pensó que el joven soldado tal vez hubiera dado
contra una piedra o que le hubiera tocado un terreno más duro que el de
sus compañeros. Pero cuando vio que sacaba tierra suave y fresca, le
preguntó:
—¿Acaso no ha llegado a la profundidad necesaria?
—Sí —le contestó el soldado—, pero prefiero que la trinchera quede bien honda y segura.
A lo que el comandante replicó:
—Recuerde, soldado, que no vamos a estar aquí más que una sola noche.
Esta anécdota nos hace reflexionar sobre la tendencia que muchos
tienen a profundizarse en las cosas de esta vida. Tanto es así que
pareciera que fueran a pasar toda una eternidad en esta tierra. No les
cruza por la mente el que seamos peregrinos. Se afianzan a todo lo que
ofrece este mundo. Se aferran a las cosas materiales. Se sujetan a esta
tierra con ligaduras tan fuertes que algunos, al tener que soltarlas
por alguna tragedia o por alguna adversidad económica, no soportan el
cambio y deciden ponerle fin a su vida.
A los que tienen este sentir, y aun a los que no hemos llegado
hasta ese extremo de desesperación, nos conviene atender a estas sabias
palabras de Jesucristo: «No acumulen para sí tesoros en la tierra,
donde la polilla y el óxido destruyen, y donde los ladrones se meten a
robar. Más bien, acumulen para sí tesoros en el cielo, donde ni la
polilla ni el óxido carcomen, ni los ladrones se meten a robar. Porque
donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón.... Busquen
primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas les
serán añadidas.»1
Lo cierto es que sólo estamos de paso en esta tierra. Vamos rumbo a
nuestro destino final. La muerte no es un cese de actividades sino una
transición. Ni constituye el fin de la vida sino sólo un traslado a
otra esfera. Si durante esta vida hemos pensado únicamente en lo
terrenal y no nos hemos reconciliado con Dios por el único medio que Él
ha provisto, que es su Hijo Jesucristo, entonces, cuando pasemos a la
otra vida, Cristo tendrá que decirnos: «Yo di mi vida por ti en la
lucha que libré por tu alma, pero tú no me reconociste. Por eso ahora
no puedo reconocerte a ti ante mi Padre aquí en el cielo.»2
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