Era un viejo edificio de apartamentos en la ciudad de Nueva York. El
ascensor era tan viejo como el edificio. Rebeca Rosario, al dejar a sus
tres hijitas en su apartamento, les dijo: «Vuelvo en seguida. No
tengan miedo.» Y la señora fue hasta el ascensor del piso número 14,
donde vivía.
Abrió la puerta y dio un paso hacia adentro. Pero en lugar de
entrar en la cabina, cayó al vacío. La puerta no debió haberse abierto,
pues la cabina estaba en el primer piso. Pero era un edificio viejo, y
era, así mismo, un ascensor viejo.
En su desesperación, Rebeca atinó a agarrarse de los cables
mohosos del aparato. Sintió el terrible dolor de la raspadura, como
fuego brotando de sus manos, pero aminoró la caída. Se quebró ambos
tobillos, pero no se mató.
En el hospital, algunos días después, Rebeca mostró sus manos
quemadas casi hasta el hueso, y dijo: «Estas manos me salvaron la
vida.»
¡Qué significativa la frase de aquella mujer de treinta años de
edad! Al caer por el hueco de un ascensor desde el decimocuarto piso,
atina a agarrarse de los cables, y al cabo de su odisea declara: «Estas
manos me salvaron la vida.»
Las manos son un instrumento maravilloso, genial diseño de Dios.
Con ellas se puede empuñar un hacha o un bisturí. Se puede pintar a
brochazos un gallinero o, con un delicado pincel, un cuadro como «La
Última Cena».
Con las manos se puede proporcionar el puñetazo más violento al
enemigo, o la caricia más dulce al ser amado. Se puede con ellas robar
descaradamente lo ajeno, o con honradez proveer el pan de la familia.
Las manos de Rebeca Rosario sirvieron para salvarle la vida.
Hay en la historia universal otras manos que, sin salvar la vida
de quien las extendía, fueron traspasadas para obtener la salvación de
la humanidad entera. Fueron las manos benditas del divino Redentor, el
Señor Jesucristo. Sus manos fueron clavadas a la cruz del Calvario a
fin de que Él diera su vida por la de todo ser humano.
Ahora cualquier persona de cualquier raza, pueblo, color o idioma,
de cualquier condición económica, clase social o religión, puede ser
eternamente salva con sólo creer que Jesucristo es el Hijo de Dios y
que dio su vida en la cruz del Calvario como precio de rescate para su
salvación.
Para ser eterna y gratuitamente salvos, basta con que creamos en
Jesucristo y lo recibamos como eterno Salvador. Hoy puede ser el día de
nuestra salvación.
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