Ambos cónyuges finalmente concuerdan en
que ella no debe abortar, y tendrán a ese hijo. Todos tienen un
denominador común: decisiones fundamentales que ahora parecen sencillas,
pero afectarán su propio futuro e, inconscientemente, el de los demás,
El primero dejará de ser un soltero sin
preocuparse por el pantalón que usará el sábado, para transformarse en
el eje de una familia. Otro salvará cientos de vidas en un hospital,
desde una sala de emergencias. La chica que una vez decidió prepararse
en el seminario, ahora predica en un rincón de Nueva Guinea.
El otro es un reconocido futbolista y
acaba de firmar un contrato millonario para Jugar en Italia, la pareja
que una vez decidió no abortar, hoy escucha a su hijo dar su discurso
presidencial desde la Casa Blanca. Decisiones que causan un golpe
cósmico en algún lugar. Decisiones que afectarán generacionalmente a
otros. Pequeñas decisiones que pasarán inadvertidas para cualquier
escritor de grandes acontecimientos pero que, con el correr del tiempo,
se transformarán en historia grande.
Conozco una de esas historias, que habla de esas sencillas y trascendentales decisiones.
Era una fría mañana de mayo y el hombre
pasaba el cumpleaños más triste de toda su existencia. Cumplía sus
primeras cinco décadas de vida y el saldo no era favorable. Su esposa
había enfermado hacia unos cuantos años. No importaba cuántos, fueron
eternos.
El hombre, carpintero de oficio, había
visto cómo gradualmente el cáncer se llevaba lentamente a la compañera
de casi toda una vida. Era una enfermedad humillante. ¿Cuándo fue la
última vez que este hombre de manos rústicas había dormido toda la
noche? Casi no lo recordaba. Todo se había transformado en gris desde
que el maldito cáncer llegó a casa. Su esposa no tenía el menor parecido
con la “foto del viejo retrato matrimonial que colgaba sobre una de las
paredes del dormitorio. Ahora solo era un rostro cadavérico, niveo, sin
color y por debajo del peso normal de cualquier mortal.
«Usted es una señora adulta», había dicho el médico, «váyase a casa y.,, espere».
El hombre, temperamental y de manos
rudas, sabía lo que habla que esperar. Lo inevitable. Aquello que le
arrebataría a su esposa y madre de sus cuatro hijos. Sin piedad, sin
otorgarle unos años más de gracia. El putrefacto aliento de la muerte
parecía llenar la atmósfera con el pasar de los días. La bebida era como
una anestesia para el viejo carpintero.
Por lo menos, por unas horas no estaba
obligado a pensar. Por el tiempo que durara la borrachera, tendría un
intervalo en medio de una vida que no le daba tregua. Había cualquier
tipo de alcohol diseminado por toda la casa; en los armarios, la nevera,
el garaje, el galpón y hasta una botella en el aserrín de un viejo y
enmohecido barril. Este era su cumpleaños. El hombre festejaba un año
más de vida y un año menos junto a su esposa.
El gemido de su esposa lo despertó del letargo.
«Recuerda», dijo suavemente la mujer, «que hoy estamos invitados a ir a esa iglesia».
El hombre hizo un gesto de disgusto.
Había sido luterano desde su niñez y hacía años que no pisaba una
iglesia. Apenas recordaba algunas canciones religiosas en idioma alemán
que se entonaban en su pueblo natal. Pero el pedido de su mujer no era
una opción, era un ruego desesperado. Tai vez el último deseo de quien
lucha cuerpo a cuerpo con el tumor que se empecinó en invadirlo todo. Un
último intento por acercarse a Dios antes de partir para siempre. El
carpintero de tas manos rudas y aliento alcoholizado, asintió con la
cabeza. La iglesia no quedaba muy cerca, pero cuando el cáncer se
instala en un hogar, a nadie le importa el tiempo y las distancias. Ya
nadie duerme en la casa del carpintero.
Esa noche, la del cumpleaños, el
matrimonio llegó con sus dos hijos menores a la remota iglesia de una
dudad llamada Del Viso, en el inmenso Buenos Aires. Los que lo vieron,
dicen que él se apoyó en la pared del fondo y oyó el sermón.
«.Linda manera de festejar e/ cumpleaños», habrá pensado en tono irónico.
Pero continuó allí con cierto respeto,
viendo como su esposa lloraba frente al altar. Casi ni oyó el mensaje,
pero presintió que debía acompañar a su mujer y, lentamente, el hombre
que escondía botellas de alcohol en el aserrín, pasó al frente- Los dos
tomaron una decisión. Aceptaron a Cristo como su único y suficiente
Salvador. Una sencilla decisión que no pareció demasiado histórica, y
estoy seguro de que muy pocos esa noche se percataron del carpintero y
su enferma esposa. Pero a ellos les cambió la vida para siempre.
Ella observó cómo el cáncer retrocedía
poco a poco hasta transformarse milagrosamente solo en un mal recuerdo.
El hombre se deshizo de todas las botellas de alcohol y jamás volvió a
tomar. Lo que comenzó como un mal día terminó con una decisión que
afectó el futuro para siempre.
El viejo carpintero se dirigió a su
galpón y levantó su puño al cielo. Ahora está decidido a tomar una
determinación radical y categórica. Ese no es cualquier puño levantado
en un desvencijado galpón, es el puño del campeón. Nunca más volverá a
beber. Jamás dejará a Dios, Es una promesa. Una decisión.
Ocurrió un primero de mayo del año 1975.
El carpintero de las manos rudas jamás se hubiese imaginado que debido a
aquella determinación, no solo afectaría a su familia, sino a miles de
personas en todo el mundo. Su hijo menor, que por aquel tiempo tenía
apenas siete años, hoy predica a cientos de jóvenes en casi todo el
planeta y, entre otras cosas, escribe este libro.
Editorial Vida/Zondervan.

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