San Marcos 7: 28-29
Con necesidad urgente de una
intervención divina se acercó esta mujer a Jesús. Era preciso e
importante que ella consiguiera que Jesús la escuchara y la ayudara en
ese momento tan difícil que estaba atravesando. Su hija querida estaba
siendo atormentada por demonios. Aparte de Jesús, nadie podía hacer
nada, por eso ella tomó la decisión de allegarse ante el único que tenía
la potestad de hacer el milagro que ella tanto necesitaba para su hija.
Todo el panorama era adverso. La agonía
y el infierno que ha de haber estado viviendo ella no tenían
comparación. Requería de la gracia de un hombre al que no conocía,
necesitaba el favor del que había escuchado por doquier que hacía
grandes milagros. Porque sucede que cuando una mujer se decide a hacer
algo, no descansa hasta lograrlo. Cuánto más haría una madre amorosa y
desesperada de ver a su hija siendo atormentada y poseída por huestes
malignas. Así que emprendió su viaje revestida de una armadura
invisible, pero poderosa: SU FE. Ella sabía que no podía llegar a su casa nuevamente sin recibir la liberación de su hija.
Esta mujer estaba dispuesta a entregarlo
todo, a humillarse y si era necesario insistir. Ninguna palabra
lograría que ella se rindiera. Así que fue donde el Maestro y se
atrevió a pedirle la liberación del tormento que estaba atravesando su
hija. ¿Pueden ustedes imaginarse su sorpresa cuando recibe la respuesta
del Maestro? ¿Cuántas cosas pasarían por su mente en aquel momento en
que se encontraba frente al Maestro? Pero ella no iba a perder su
oportunidad, lo tenía que seguir intentando. Dios estaba probando su
fe, quería ver de qué sería capaz ella, a que estaba dispuesta por
recibir el milagro para su hija. Si era capaz de dejar su orgullo o sus
conceptos a un lado para poder recibir el toque divino de él. Y es tan
sabia la respuesta que está mujer le da, pero no solo contestó
sabiamente, sino que supo tocar la fibra del corazón de Jesús. Porque
para aquellos que tenemos una mascota, en este caso un perro, conocemos
que le damos a comer de nuestras manos. Y que aún de las migajas ellos
comen. El mismo Jesús, tuvo que testificar de la fe tan grande que tuvo
esta mujer. Ella que provenía de tierra extranjera, que nada sabía de
tener una relación con el Padre, demostraba al mundo que Dios podía
allegarse y atender la necesidad de aquellos que con corazón humilde se
acercan a él reconociendo que es el único que puede solucionar sus
problemas.
¡Cuántas veces nos ha tocado hacer a nosotros como la mujer sirofenicia!
Pedir que Dios intervenga en nuestras
vidas o en la de gente que amamos. ¡Cuántas veces tenemos que ser
movidos por nuestras circunstancias para entender que él siempre tiene
cuidado de nosotros! La necesidad llevó a esta mujer a conseguir lo que
quería. Ella no se rindió, tampoco se indignó ante la respuesta de
Jesús, ella se mantuvo firme, estaba resuelta a no regresar a su casa sin tener la seguridad de que Jesús haría algo por ella.
Y nosotros como esta mujer debemos tener necesidad de Dios siempre. No solo cuando llegan los momentos adversos, sino eternamente.
Porque cuando podemos reconocer que sin él nuestras almas no son
saciadas ni están completas, abrimos la puerta a que sucedan todos los
días milagros “pequeños y grandes” en nuestras vidas.
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